Autor: Fernando Tomé, CX ambassador y vicerrector de estudiantes y empleabilidad en Universidad Nebrija
Llamemos donde llamemos, no solo sorteamos menús de inicio, que nos enumeran departamentos o temas habituales que motivan la llamada. Es que una vez regateada la primera elección, nos enfrentamos a una máquina, que siempre nos da la misma sensación de flexibilidad, que una viga de acero.
Nos pregunta o nos da un nuevo menú de opciones y ahí empiezan los problemas. ¿Si te pide el DNI se lo dictamos dígito a dígito?, ¿podemos o debemos incluir la letra final?, ¿habrá posibilidad de hablar con quién entienda que no me acuerdo del número de DNI pero necesito ayuda urgente? Y así un sinfín de preguntas que no podemos resolver con quien no maneja ni conoce la sensibilidad.
Y, sin embargo, día tras día, las llamadas telefónicas son frente a máquinas y no con personas. ¿Será tan eficiente, desde la perspectiva económica que merece la pena torturar a los clientes con ‘conversaciones’ imposibles? Perdón por denominarlo conversación ¿Habrá manera de lograr un sistema de ‘conversación’ humano-máquina que permita salir de un marco rígido y a veces frustrante? ¿Lograremos que una inteligencia artificial priorice la urgencia de atender una posible fuga de gas a la desesperante necesidad de dictar mi número de cliente? ¿Será conveniente que las inteligencias artificiales aplicadas a las conversaciones con personas tengan tanta capacidad? En conclusión, qué nos aporta y que arriesgamos cuando desarrollamos e implantamos inteligencia conversacional.
Desde la perspectiva del cliente, es muy difícil lograr que su nivel de satisfacción sea mayor cuando le atiende una máquina frente a la atención humana. Admitimos y disfrutamos de la conversación carbono-silicio cuando esta es unidireccional, cuando la aplicación de mapas del coche nos va explicando con voz, las futuras maniobras que debemos realizar para llegar a destino, pero sin que respondamos.
Pero en el momento en el que tenemos que alegar, corregir, modificar o preguntar, dejamos de disfrutar y sospechamos que la máquina hablará con el mismo sentido y criterio que la charla absurda de un ruso con un señor de Jaén, sin ton ni son. Está claro que la creciente presencia de inteligencias conversacionales responde principalmente a la posibilidad de reducir costes de personal y transformar un gasto incierto por humano y por creciente, en uno constante y fijo, que además nos permite desafectarnos como directivos, del trato con personas. Pero, aunque también logre ser más eficiente en la resolución de incidencias, no medimos el bienestar perdido por sentirnos bien escuchados por quien nos hace de psicólogo amateur desde el call center y el malestar por comprobar que las reglas que nos imponen las máquinas son inhumanamente innegociables, ya sea para renovar una suscripción o para apelar a la urgencia de estar sin calefacción ni agua caliente en casa, donde los niños son medio pingüinos.
Se prefiere la frialdad del resultado contable, a la valoración del sentimiento generado en la atención al cliente, que, por cierto, tampoco nos dejan expresarlo cuando y como queremos. Lo debemos hacer respondiendo a una fría encuesta que nos llega minutos después de colgar y que parece querer comprar nuestra reseña favorable, so pena de ser los culpables de una nueva ejecución laboral de otro humano, no excelentemente valorado, frente a las imparables máquinas. Digno de la serie ‘Black mirror’.
Hemos apostado por una atención al cliente incómoda, fría, inflexible, limitada y desesperante, a través de las mal llamadas inteligencias conversacionales, que además explicamos con una inacabable sucesión de expresiones en inglés, que quizá sirvan para darle un falso glamour a lo que nadie disfruta, excepto quien no lo sufre y goza del resultado final del ejercicio.
Machine learning, speech analitycs y otras expresiones pretenciosas, que adornan redes sociales profesionales, en ocasiones paraísos de la presuntuosidad. Hablando claro, interactuar en una mal llamada conversación con el silicio es siempre una mala noticia para nuestro cliente y una reducción de la satisfacción que nuestra marca le produce en su cerebro.
Curioso que para captar nuestra atención y nuestra firma como nuevos clientes, quien nos llama no es la máquina, es un humano muy afable, siempre dispuesto a despertarnos de la siesta o importunarnos en el peor momento y que se muestra tan flexible, que hasta quiere saber los motivos de nuestra negativa o la hora a la que nos puede llamar para no molestarnos tanto. Es decir, que nos capta un humano de excelente disposición a la conversación banal, flexible y cariñosa, pero una vez dentro, nos despacha una máquina, que ya no nos pregunta por el disfrute del fin de semana pasado, solo nos repite una y otra vez por el maldito número del DNI, sin valorar que mientras tanto se nos quema la casa.
Y entonces pensamos, ¿será todo esto solucionable con las nuevas y ya famosas inteligencias artificiales tipo ChatGPT? No seré yo quien manifieste un no rotundo, pero si una máquina va a tener la capacidad de sustituir competencialmente a una persona, con las mismas destrezas de flexibilidad y comprensión sentimental en su desempeño laboral, ¿por qué vamos a descartar que su ‘propietario’, ‘tutor humano’ o lo que denominemos como responsable, si no la propia maquina inteligente, deba cotizar a la seguridad social? No es cierto que va a suplirnos, pues que nos supla también en las obligaciones con el fisco. Digno de la película Wall-e.
Es decir, que los interrogantes que nos plantea la posibilidad de convivir con personas de silicio como partícipes de una conversación son inacabables y no están resueltos en absoluto, mientras su penetración en nuestra cotidianidad es cada vez mayor. Siri, Alexa, ¿estáis de acuerdo?